Cine Fedora

Butaca roja

9:49 a. m.

El silencio de Bergman

Publicado por Carolina |

Anoche vi una película de Ingmar Bergman: Tystnaden (El silencio, 1963). Hoy no voy a hablar de la genialidad de Bergman, del rigor de sus guiones, de la lentitud de sus escenas, ni de la perfección de sus encuadres, tampoco de la dureza de su temática que en más de una ocasión le deja a uno un sabor seco en la boca. Hablaré de algo que me inquietó a lo largo del filme: la incomunicación. En El silencio Anna (Gunnel Lindblom) y Esther (Ingrid Thulin) viajan en tren junto a Johan (Jörgen Lindström), un pequeño niño que a ambas mujeres llama mami. Los tres se dirigen a casa, sin embargo la enfermedad de Esther los obliga a hacer una parada en un lugar desconocido, en un pueblo que ellos creen se llama Timoka.

La convivencia entre esta familia de pocas palabras es bastante tirante. Anna y Esther no se llevan bien, apenas si se soportan y entre ambas hermanas existe una oscura tensión sexual, cuya manipulación por parte de Esther explotará con la sublevación y renuncia de Anna quien metida en la cama al lado de un amante ocasional tratará de sacudirse el yugo de su hermana mayor.

En todo el filme hay una fijación por el hecho comunicativo y su incapacidad de materializarse. A través de los ojos del niño en el tren vemos la guerra que está afuera, una guerra sin lengua, únicamente hecha de ruidos de tanques y sonidos de vuelos de aviones. En medio de ese afuera bélico, los tres viajeros se detienen en un pueblo de una lengua desconocida. Ni siquiera Esther, cuyo oficio es el de la traducción, logra comunicarse con el único personaje del lugar con el que interactúa, un empleado del hotel donde se alojan. Esther, mujer alcohólica, trata de obtener una botella y le pregunta al empleado si habla francés, inglés o alemán (su pregunta la formula en cada uno de estos idiomas). El hombre sólo atina a esgrimir gestos de desconocimiento.

En ese hotel casi desértico, los tres inquilinos compartirán su estadía con un grupo de enanos españoles que se presentan con su espectáculo en el pueblo. Johan logra establecer contacto con ellos. Solamente el niño, en su exploración de ese mundo adulto, extraño y ajeno que lo rodea establecerá algún tipo de comunicación. Una comunicación basada en miradas, gestos, sonidos y muy pocas palabras.

Anna, presa de un calor sexual que la mantiene en un constante refrescarse y en un juego incestuoso con el pequeño Johan, decide salir a recorrer el lugar en búsqueda del apaciguamiento del fogaje y la liberación de su hermana celosa y enferma. Ella logra llevarse un hombre a la cama, un mesonero de un bar, con quien confiesa estuvo por primera vez en una iglesia. Durante el encuentro, en una de las habitaciones del hotel, el hombre no emite una sola palabra. El sexo con un desconocido es la vía para Anna hacer catarsis y poder “pronunciar” el odio hacia su hermana. Sin embargo, su oyente es un sujeto de lengua extranjera, quien no entiende una palabra de las tribulaciones de la mujer.

El silencio entre Anna y Esther sólo conseguirá romperlo, en breves instantes, la música de Johann Sebastian Bach. Su música, amada por Esther, es la única que permite una breve cordialidad familiar en esa escena de perfección casi simétrica donde ambas mujeres intercambian amables palabras y el niño se sienta en medio de las dos, acercándose un poco más a Esther, ante quien se suele mostrar de modo renuente.

Al final, cuando Anna decide partir con Johan, dejando a Esther en un mundo solitario y sin interlocutores, esta última escribirá para Johan unas pocas palabras que ha aprendido de esa lengua extranjera. Esa será su despedida mientras espera que la muerte la sorprenda en una lengua que desconoce.

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